¿Quiénes son las «mártires concepcionistas franciscanas» y cuál es su historia?

¿Quiénes son las «mártires concepcionistas franciscanas» y cuál es su historia?

La toboseña y Sierva de Dios Mª del Santísimo Sacramento Prensa Cano será una de las próximas beatas del grupo martirial de las concepcionistas franciscanas a partir del 22 de junio de 2019.

EL TOBOSO / 07 FEB ■ InfoParroquia.- Reproducimos el texto que el catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Alcalá, Javier Paredes, publicó en diciembre de 2018 en Hispanidad.com, la web decana de la prensa digital española. En este relato aparece la que será la primera beata mártir natural de El Toboso, Sor María del Santísimo Sacramento (Manuela Prensa Cano), ceremonia de beatificación que se celebrará el próximo 22 de junio en la Catedral de La Almudena de Madrid.

Mártires Concepcionistas

Madrid y 16 de julio de 1936. Festividad de la Virgen del Carmen. Las Concepcionistas Franciscanas de San José, del número19 de la madrileña calle de Sagasti, van a representar, dentro de su clausura, el martirio de Santa Inés, para celebrar la onomástica de la madre abadesa, Sor María del Carmen Lacaba. Son 18 mujeres de la Orden de Santa Beatriz de Silva, que cubren sus espaldas con una capa azul cielo, en honor de la Inmaculada.

Sor María del Santísimo Sacramento (Manuela Prensa Cano) es la directora de escena, porque tiene unas cualidades innatas de artista. Por su origen humilde, nacida en El Toboso (Toledo) un 25 de junio de 1887, carece de estudios, pero posee un don para la música y es la organista y la directora del coro. Las más antiguas de su comunidad la conocen desde niña, porque es la hija de Manuel Prensa Sánchez y de Cirila Cano Casas, los dos de El Toboso que se trasladaron hasta Madrid para trabajar como demandaderos del monasterio.

La representación fue todo un éxito, reconocido con un largo aplauso. Y tras las palmas, se hizo un silencio pesado y embarazoso. Había que ser muy superficial, y ninguna de aquellas mujeres lo era, para no ver las semejanzas del cerco, que los enemigos de la religión habían tendido contra Santa Inés, con la persecución que ellas mismas venían sufriendo desde el 14 de abril de 1931, día en que se había proclamado la Segunda República en España. Y no era un temor infundado el suyo, por eso después de la Guerra Civil, el nombre de la calle de su monasterio, Sagasti, cambió por el de Mártires Concepcionistas.

Esta comunidad fue de Concepcionistas Franciscanas solo desde el año 1878, aunque tenía detrás una historia de siglos como beaterio de la Orden Tercera Franciscana, cuyas integrantes solicitaron ayuda a Sor Patrocinio (1811-1891) para pasar a formar parte de su Orden, que era la fundada por Santa Beatriz de Silva (1437-1492) con el nombre de Orden de la Inmaculada Concepción.

El beaterio fue fundado en 1638 por iniciativa de María Antonia de Cristo Ocampo, mujer de grandes penitencias, fe y caridad, que poseía el discernimiento de espíritus y a la que se la atribuyeron algunos milagros. Tenían como finalidad “recoger a mujeres y apartarlas del pecado”. Vivían de la limosna. En 1653, el rey Felipe IV (1621-1665) mandó que el Real Consejo tomara al beaterio bajo su protección y amparo. El año 1666, su segunda esposa y reina regente de Carlos II (1665-1700), Mariana de Austria (1634-1696), le concedió una renta perpetua de tres mil ducados de vellón.

En el siglo XIX las religiosas del beaterio padecieron las leyes antirreligiosas. Fueron expulsadas de su convento y tuvieron que refugiarse en el de la Concepción Jerónima de Madrid. Y en 1877 el cardenal de Toledo, Francisco A. Lorenzana, transmitió a Sor Patrocinio el deseo de las beatas de San José de pasar a formar parte de la Orden de las Concepcionistas Franciscanas.

“La reforma de la ejemplar comunidad de beatas de San José —cuenta la secretaria de Sor Patrocinio— se verificó al propio tiempo que la de Almería. Fue de abadesa la Reverenda Madre Sor María Catalina de los Dolores con dos religiosas más; una para vicaria y la otra para maestra de novicias.

Con la solemnidad que el caso requería, tomaron el santo hábito de nuestra Madre Purísima el día 8 de diciembre de 1878 las religiosas de toda aquella venerable comunidad, practicando, con edificante fervor y santo gozo, el año de noviciado y con la aprobación y bendición especial de Su Santidad, el Papa Pío IX, pronunciaron todas y cada una sus votos solemnes, profesando nuestra santa Regla y Constituciones de la Orden de la Purísima Concepción Francisca Descalza, que siempre han seguido y siguen cumpliendo exactísimamente y a satisfacción de los prelados.

Verificada la profesión solemne y perfectamente instruidas en nuestras costumbres y método de vida común, regresaron al convento de Santa Isabel de Madrid la Reverenda Madre Dolores y las dos religiosas que la habían acompañado a la reforma, quedando ya la nueva comunidad con su abadesa, vicaria, maestra de novicias y demás cargos de comunidad, todo perfectamente arreglado, con aprobación de los superiores”.

La proclamación de la Segunda República (14-IV-1931) abrió una etapa de inseguridad y de miedo por causa de la persecución religiosa, promovida y ejecutada por los socialistas y los comunistas. La madre abadesa de las Concepcionistas de San José, ante el clima de terror generado por los partidos de izquierda, decidió que todas las monjas se proveyeran de ropas de seglar, por si había que abandonar el convento sin el hábito.

Y eso es lo que sucedió el día 11 de mayo de 1931. Ni siquiera había transcurrido un mes desde la proclamación de la Segunda República, cuando los revolucionarios comenzaron a quemar iglesias y conventos. Las Concepcionistas de San José de la calle de Sagasti, tuvieron que abandonar a toda prisa el suyo y se refugiaron en una casa del número 5 de la calle Maldonado, donde permanecieron escondidas durante 26 días.

Poco después de regresar, saltaba de nuevo la alarma que indicaba que había que abandonar por segunda vez el convento. Permanecieron fuera del monasterio de cuatro a seis días. Y esta vez no eran los incendios los que amenazaban su integridad, sino la celebración de las elecciones a Cortes Constituyentes del 27 de junio de 1931, porque los socialistas y los comunistas tenían intimidada a la población mediante actos de violencia, destrozos en el mobiliario y hasta quemas de alguna iglesia y casa religiosa. Y fue en este ambiente de miedo como las izquierdas ganaron las elecciones y se hicieron con la mayoría de los escaños.

Las leyes sectarias del Parlamento y la actividad continua de los revolucionarios, en la calle hicieron que la tensión y el sobresalto se convirtieran en los compañeros inseparables de las Concepcionistas de San José de la calle de Sagasti. Una de ellas ha dejado este testimonio: «Pasábamos días frecuentes de intranquilidad y angustia, siempre que ocurría algún suceso por el cual se temiese reacciones violentas de las masas, pues la fiera estaba en casa y andaba suelta. En estas ocasiones, cuando nos avisaban de posibles peligros, toda la comunidad pasaba la noche en oración ante el Santísimo y además se hacía mucha penitencia, en privado y en público. Esto ocurrió muchas veces».

La tensión fue en aumento y los españoles respondieron en las urnas, dando la victoria a las derechas en noviembre de 1933. Pero los perdedores respondieron con un golpe de Estado. Y tras el fracaso del golpe de Estado, que dieron los socialistas en 1934, sus dirigentes por boca de Largo Caballero proclamaban con toda claridad cuál iba a ser su estrategia a seguir: “Cuando nos lancemos a la calle por segunda vez, que no se nos hable de generosidad y no se nos culpe, si los excesos de la revolución se extreman hasta el punto de no respetar cosas ni personas”.

De modo que, si ya antes había habido motivos para que las monjas abandonasen el convento vestidas con ropas de seglar, el terror generado por los socialistas y los comunistas para intimidar a los votantes en las elecciones de febrero de 1936, las empujaron de nuevo a refugiarse fuera del claustro por tercera vez. Y esta huida iba a ser la penúltima. En esta ocasión permanecieron escondidas fuera del monasterio 36 días.

La última vez que salieron huyendo de su convento fue el día siguiente de que estallara la Guerra Civil. El día 18 de julio de 1936 por la tarde habían traspasado la clausura los gritos de ¡Mueran las monjas! Al día siguiente, como era su costumbre, asistieron a la Santa Misa a las ocho de la mañana. Y, cuando iban recogidas camino del comedor, la madre abadesa les dio la orden de volver al coro para consumir el Santísimo.

El capellán, con rostro de grave preocupación, distribuyó todas las sagradas formas a las religiosas. Y al finalizar, se dirigió a ellas en voz alta y las hizo esta pregunta: “Si las circunstancias lo pidieran, ¿estaríais dispuestas a dar la vida para manteneros fieles a vuestros compromisos de almas consagradas?”

Todas contestaron un sí firme e incondicional, y marcharon apresuradamente a quitarse el hábito, para vestirse de seglar. Hicieron unos hatillos con lo más imprescindible y se dispusieron a abandonar el monasterio por grupos y espaciadamente. Por la tarde, las 18 Concepcionistas de la calle de Sagasti estaban todas reunidas en el número 45 de la calle de Manuel Silvela, un piso con una capacidad para una familia de cinco o seis personas, que tenían alquilado desde las elecciones de febrero de 1936.

Madrid y 19 de julio de 1936. A primera hora de la mañana, las Concepcionistas Franciscanas de la madrileña calle de Sagasti, vestidas de seglares, ya están dispuestas para abandonar el monasterio. A una de las mayores hay que explicarle lo que de verdad está pasando. En su cabeza no hay espacio para concebir la existencia del mal, porque se le había inundado el alma de bondad, después de toda una vida de clausura y contemplación de Dios. Por eso, al oír unas voces en las que no distingue bien lo que se dice, se acerca a una ventana, mira a través de la celosía y exclama:  

-Hay grupos de hombres armados, que están custodiando el convento para que no nos pase nada ¡Son nuestros verdaderos ángeles de la guarda!

Pero no… Eran milicianos armados con pistolas y fusiles, que con blasfemias e insultos soeces amenazaban de muerte a las monjas, por lo que de haber salido en esos momentos con toda seguridad que las hubieran linchado en la puerta del monasterio. Las monjas tuvieron que esperar para poder salir hasta que se despejara la calle, lo que no pudieron hacer hasta las siete de la tarde.

Durante tantas horas de tensa espera, rezan continuamente, y hablan muy poco, porque todo se lo dicen con la mirada. El centro de atención de todas era Sor María de la Asunción, una segoviana de 72 años por la que sus hermanas sienten una especial preocupación, ante el futuro tan incierto al que se van a enfrentar.

Sor María Asunción estaba afectada desde hacía veinte años por un proceso reumático muy fuerte y degenerativo que le había incapacitado de tal modo, que necesitaba ayuda para todo. La cuidaban con un cariño exquisito y tenían que bañarla muy a menudo. Necesitaba ayuda para cualquier necesidad que le sobreviniera, y muchos días hasta había que darle de comer, porque no podía llevar el alimento a su boca.

Después de asearla, la dejaban quietecita en un sillón. “De la mañana a la noche -escribe una de sus hermanas, Sor Corazón de María- era la viva imagen de una persona doliente en extremo, pero llena de paz. Pude observar que todo el día se lo pasaba en oración. Este clima, en el que estaba siempre inmersa, lo reflejaba en las conversaciones en las que de manera habitual y con toda naturalidad hacía recaer sobre el sentido sobrenatural de la vida, miraba todas las cosas siempre desde una perspectiva de fe, de Dios, la esperanza en la otra vida y el valor religioso del sufrimiento”.

Las monjas se refugiaron a 500 metros del monasterio, en una casa situada en la séptima planta de la calle Francisco Silvela número 45. La estancia ni era espaciosa para albergar a18 mujeres, ni tampoco confortable. Apenas estaba amueblada, y entre otras muchas cosas faltaban camas, por lo que la mayoría tenían que dormir en el suelo, abrigándose con lo que podían, ya que del monasterio salieron con lo puesto y un pequeño hatillo con las cosas de uso inmediato y personal.

La inactividad obligada la aprovecharon para fortalecer su vida espiritual, que fue sin duda la mejor preparación para afrontar lo que estaba por venir. Una de las monjas dejó por escrito que en comunidad rezaban las Horas litúrgicas, recitaban las ciento cincuenta avemarías de los quince misterios del Rosario, hacían las lecturas espirituales y dedicaban dos horas diarias a la oración mental. Y, desde luego, nunca se interrumpía la presencia de Dios.

Pero desgraciadamente estaban instaladas en uno de los peores barrios de Madrid, atenazado por el terror rojo, impuesto sobre todo desde el Ateneo Libertario de Ventas, donde se concentraban los elementos más sanguinarios del barrio. Uno de sus dirigentes se llamaba Juan Carmona Campillo, al que los suyos le conocían por el alias de “el matón” y los del barrio por “el verdugo del Ateneo”. Tal atracción tenía para Carmona lo de apretar el gatillo, que ni siquiera los suyos podían sentirse seguros. Así, en cierta ocasión asesinó a tiros a un ateneísta sin mediar palabra, porque, según él, era homosexual.

Pero Juan Carmona no era ni el peor de la barriada ni el peor del Ateneo. Le superaba en maldad Pablo Sarroca Tomás y su presencia y actividad en el barrio de Ventas era lo peor que le podía suceder a las concepcionistas o a cualquier católico, porque Pablo Sarroca era un sacerdote que había renegado de su condición. Y lamento desmentir esa idea, tan extendida, de que en el clero español no se produjo ninguna apostasía durante la Guerra Civil. El sacerdote Pablo Sarroca, además de renegar de su fe, también traicionó a los suyos y persiguió a los católicos. Por otra parte, la existencia de apóstatas entre el clero durante la Segunda República y la Guerra Civil valora todavía más a los mártires españoles, porque los clérigos apóstatas, como Pablo Sarroca, ponen de manifiesto que entonces se podía evitar el martirio, todo era cuestión de elegir: o tronos en el Cielo o poltronas en esta tierra.

En 1917, Pablo Sarroca había aprobado una oposición al Cuerpo Eclesiástico del Ejército. Fue capellán castrense de distintas unidades en África y en la Península. Consiguió el grado de comandante y llegó a ser Vicario General de la Primera Región Militar; es decir, de Madrid y el centro de España. En 1932, publicó un folleto con este título “Al Gobierno Provisional de la República”, que exhibía en la portada el siguiente subtítulo: “En testimonio de profunda admiración y de adhesión sincera”. A partir de entonces estableció relaciones con los más altos dirigentes republicanos. Azaña le incorporó al Gabinete militar, conocido como el Gabinete Negro, presidido por el general Hernández Saravia.

El 13 de septiembre de 1936, el socialista Largo Caballero, que además de presidente de Gobierno era ministro de la Guerra, firmaba una circular en la que se podía leer: “Por las excepcionales circunstancias que concurren en el excapellán mayor del ejército, don Pablo Sarroca Tomás y su reconocida adhesión al régimen, he tenido a bien disponer pase agregado a la Sección de Información de este Ministerio”. A partir de este nombramiento, Pablo Sarroca se convertía en un policía, al servicio del régimen de terror implantado por el socialismo.

Inmediatamente, Pablo Sarroca se incorporó al Ateneo Libertario de Ventas, que estaba cerca de donde vivía. Y era público y notorio que allí tenía a su entera disposición a dos mujeres, Gregoria Rubio Acosta, apodada “La Huesos” y Julia Redondo que, además de entretenerle, eran las encargadas de llevarle los partes de las personas que asesinaban en el Ateneo. Pablo Sarroca también tuvo como amante a Julia Sanz, treinta años más joven que él, que fue condecorada por el Director General de Seguridad, Manuel Muñoz.

Pero oficialmente con la que hacía vida marital era con Flora García Martínez. Unos vecinos suyos declararon que Pablo Sarroca solía emborracharse con frecuencia y entonces las discusiones entre ellos eran muy frecuentes, profiriendo palabras soeces y blasfemias y que, en cierta ocasión, escucharon a Flora reprocharle a Sarroca que había violado a su madre, que también la había deshonrado a ella y que, además, pretendía abusar de una hija de Flora, que se llamaba Teresa.

Haciendo uso del poder con el que le respaldaba Largo Caballero, Pablo Sarroca saqueó y robó las casas de muchos de sus vecinos, presionándoles con darles el paseo si no le entregaban lo que les pedía, que solía ser dinero, joyas o el coche si lo tenían, productos con los que después traficaba para su enriquecimiento personal. Y las amenazas de Pablo Sarroca no se quedaron solo en palabras, porque fue acusado de varios asesinatos, hasta el punto de que tuvo que intervenir la Dirección General de Seguridad de la República y fue detenido.

Una vez en prisión, inmediatamente hizo valer las relaciones que tenía con Azaña, Prieto y Largo Caballero, además de esgrimir en su defensa los servicios que él había prestado a la República, entre otros como él decía el de haber dado el paseo a doscientos fascistas, además de prometer que, si le dejaban libre, gracias a los conocimientos que tenía por el ejercicio de su sacerdocio, podría dar el paseo a otras trecientas personas más. Y, en efecto, le soltaron y Pablo Sarroca siguió sembrando el terror en el barrio de Ventas hasta el final de la Guerra Civil.

Y como sabemos, en este barrio, controlado mediante el terror por Sarroca, estaban escondidas las Concepcionistas Franciscanas, concretamente en la séptima planta del número 45 de la calle Francisco de Silvela. Ante el portal de esta casa aparcaron varios coches la noche del 7 de noviembre de 1936. De las 18 monjas que componían la comunidad, ese día solo quedaban 10 en el piso pues los ocho restantes se habían acomodado en casas de amigos y familiares de Madrid. La madre Carmen, que era la abadesa, aunque la invitaron a ir a una de las casas, se negó porque quería estar junto a su comunidad hasta el final.

Cuando los milicianos aporrearon la puerta de la casa, todavía tuvo tiempo la madre Carmen para dirigirse a sus monjas: «- ¡Hijas mías! Ha llegado la hora de dar testimonio de que somos almas consagradas, confiemos en la ayuda del Señor que no nos faltará»

Los milicianos les ordenaron que salieran en grupos de tres y que subieran a los coches que les esperaban en la calle. En la última expedición la madre Carmen quiso acompañar a Sor Asunción, que imposibilitada como estaba, apenas se podía mover. Y ante los lentos movimientos de la anciana monja, uno de los milicianos la emprendió a patadas contra ella y propuso al resto de los verdugos arrojarla escaleras abajo para acabar de una vez por todas. Pero gracias a los ruegos de la abadesa y a la intervención del portero, los milicianos permitieron que la anciana impedida bajara en el ascensor. La madre Carmen que cerraba la comitiva se despidió de los porteros, dio un par de besos a Teresita Alcaraz, la hija de los porteros, y al tiempo que la besaba y la estrechaba las manos, depositó en ellas 150 pesetas.

No se sabe a ciencia cierta si las diez concepcionistas fueron asesinadas en Paracuellos o en los descampados de la plaza de toros de Ventas, justo donde hoy se encuentran los chiqueros. Partidario de que fueron martirizadas en este último lugar es José Manuel Ezpeleta, un hombre bueno y generoso, incansable investigador desde hace años, con quien estamos en deuda los españoles, por proporcionarnos tantas informaciones de cómo miles de nuestros antepasados dieron su vida por defender nuestra fe.

Javier Paredes (16.12.2018)

Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Alcalá

Fuente:

1.- https://www.hispanidad.com/la-resistencia/martires-concepcionistas-i-la-ii-republica-instauro-un-regimen-de-terror-en-las-calles-a-las-religiosas-se-les-perseguia-con-especial-sana_12006066_102.html (visto el 01.02.2019)

2.- https://www.hispanidad.com/la-resistencia/martires-concepcionistas-y-ii-pablo-sarroca-el-terror-de-las-ventas_12006252_102.html (visto el 01.02.2019)


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